EL CORREO. 22 marzo 2020.
Una situación de excepción como la provocada por el coronavirus se divide entre lo individual, con personas mayores en plena soledad, y lo colectivo, caso de las familias que rebasan con amplitud la barrera mínima para ser numerosas. Una de ellas, la de Margoth Ponce Correa, que con 41 años y divorciada desde hace uno y medio, lidera un hogar milimétricamente ordenado pese a, o quizás por, tener cinco descendientes a su cargo. La mayor, Naia, con quince, y la menor, Ali, con seis años. Lo hace, tal y como reconoce, con la pasión por todo lo que tenga que tener relación con su «súper familia. ¿Sabe que cuando vamos en el metro hay quien se pone a contarnos? Uno, dos, tres… A mis hijos, que lo ven, les digo, les estamos enseñando matemáticas».
Residen en Mungia y para ellos tampoco son días muy fáciles pero pesa la responsabilidad y la ciudadanía, dice esta mujer. Margoth atiende a EL CORREO al terminar su jornada laboral en la panadería a las seis de la tarde y antes de llegar a casa, «así puedo responderle más tranquila, sin el jaleo de los niños como telón de fondo».
Chicos y chicas duermen separados, pero como «sienten que deben cuidarse» entre sí, acaban en la cama de la madre
«En principio, no he querido que cunda el pánico, porque hace mes y medio estuve dos días en el hospital y se asustaron mucho. Así que ahora hacen todo lo posible para ‘no estar malitos como mamá’», comienza. Madre disciplinada con los suyos, afirma que lo «importante para que la cabeza esté bien y no desborde» es que la hoja de ruta se encuentre más ordenada que nunca, si bien reconoce que el viernes pasado se dijo «vamos a volvernos locos’». Una semana después no solo no ha sido así, sino que Margoth le ha encontrado el gusto. «Llevábamos una carrera de vida impresionante. Entre el colegio, los entrenamientos, los partidos, la piscina, los amigos…, apenas nos veíamos. Esto nos ha servido para ver que había vida antes de todo esto y de internet. Si el mundo ha decidido pararse, paremos también esta carrera sin fin que supone criar a unos hijos y reencontrémonos. Esta semana he besado y abrazado a mis hijos más que nunca. ¿Que el gasto de comida va a ser más? Pues también. Si antes me valía con un filete para mí porque comían en la ikastola, ahora necesito cinco. Aquí comemos muchos carbohidratos y, económicamente, vivo al día. No he comprado a lo bestia sencillamente porque no he tenido ni un minuto».
Por lo general, los chicos duermen en una habitación y las chicas en otra, pero como están siendo unos días diferentes y «sienten que deben cuidarse unos a otros», acaban en la cama de Margoth todas las noches. La familia se levanta sobre las nueve y, antes de desayunar, ella baja a por el pan. «Desde siempre los tengo organizados en parejas y los dos mayores asumen las tareas más importantes»: arreglar las habitaciones y recoger la cocina, lo que incluye fregar (no tienen lavavajillas). Después, se ponen juntos a estudiar. Se ayudan entre ellos. Matan el rato con juegos de mesa y, a las tardes, tienen permitidas dos horas y media de televisión. Cuando Margoth llega, preparan la cena y charlan.
Ella no se sirve nunca nada en su plato. «Como todo lo que dejan ellos, así ven que no hay que desperdiciar». La calefacción no la ponen, «de algo tiene que servir ser tantos en casa», asegura. Y el gasto en agua no cree que suba más de lo habitual. Discuten mucho, con todos los que son, pero se perdonan rápido. Hay carreras y más ruido, «aunque tengo una vecina que es una santa y que siempre me dice que ni los siente». «Parece que somos raros, pero somos una familia normal», concluye.